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                                                            AMIGOS SON LOS AMIGOS Es menor que yo algunos años. Lo que no recuerdo es en qué circunstancia lo conocí. Lo que sí que, cuando se casó, yo fui el testigo de boda; yo y el capataz de la estancia en el pueblo de Las Flores. A decir verdad, a los padres de él no les gustó para nada ese casamiento. Pensaban que ella no le convenía, porque era mayor para empezar. A ella no le gustaban las historias que escribíamos juntos. Cuando las leíamos en voz alta, decía que eran una sarta de pavadas. Pero nosotros nos reíamos tanto que, por momentos, no podíamos seguir trabajando. Ella se asomaba al escritorio y nos preguntaba si éramos un par de idiotas. Para molestarnos, ponía discos en el fonógrafo. Enseguida comprendimos que había algunos que no nos dejaba inspirar, como los de Debussy o Wagner; pero otros, como los de Brahms, nos enfervorizaban. Cuando terminábamos de escribir un relato, si alguien nos preguntaba si esta o aquella frase
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                                                                                                       UN MAIL QUE NUNCA LEYÓ Entro en el buque Francisco, rumbo a Montevideo. Vos, también. Es el día de la inauguración del barco. Para proteger el alfombrado nuevo y reluciente, nos hacen poner unos zapatos de tela. Tenemos que saber ubicar cada pie sobre un aparato, en el lugar exacto para que automáticamente salga el envoltorio protector. Te veo de pronto ahí, haciendo el intento. Varias veces. No podés. No acertás a colocar ninguno de los pies sobre la pequeña plataforma. Te miro y pienso: Cuesta un poco, sí, enganchar. A mí me costó. Voy a saludarte, pero no, me detengo. Sé que no es el momento. Quizá más tarde, cuando te vea en algún salón del barco. Pero no te veo. Voy, en un par de ocasiones, al baño; voy al freeshop y paso por dos salones, bajo las escaleras, te busco entre los que se juntan en distintos rincones para charlar un rato, entre la gente que hace la cola frente a la ba
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  Él es un hombre de cuerpo caliente. Ella, una amazona de climas fríos. Él, a los quince años, ya había publicado un libro. Ella a esa edad, corría por los jardines de su casa jugando a las escondidas. Era una leonina enjaulada; él, en cambio, un virginiano serio y consecuente. Ella dibujaba con timidez los rostros de mujeres en carbonilla; con el pulgar sombreaba los párpados de un negro intenso y metálico, que se metía por las arruguitas incipientes de la piel blanca y lechosa. Él prefería acariciar esos rostros palpitantes, que se coloreaban de manera espontánea al simple contacto de sus ojos. Él era puro ojos; ella, unos anteojos ahumados. Él era un mar de papeles sobre los que caminaba como un gato en celo. Ella era la gata en celo. A él, los espejos en el cuarto de vestir de su madre le sugirieron enloquecidos sueños que luego se transformaron en historias que multiplicaron mujeres; ella era la cifra de todas esas mujeres: se la recomendaba su madre. En ella la risa no se opone